Atentos ruidero y ruideras.
Se viene otro reto. Y éste viene
pesado como un morral para el primer día del colegio, con libros, sacapuntas,
colores, reglas, cuadernos, borradores, compases, cartucheras y unos lentes de
sol. Bueno, no estamos seguros de que esto último lo manden en los colegios.
Pero es que precisamente este reto va de colegios y cosas extrañas que puedan
suceder en ellos. Y esto es así, porque pensamos que el inicio de clases sería
una buena excusa para escribir algo creativo.
Su misión, si deciden aceptarla,
es escribir un cuento sobre un colegio en el que pasa algo muy, muy pero muy
extraño, que nadie nunca, jamás, esperaría ni imaginaría. Y además, deben
contarnos qué hacen los niños y las demás personas de ese colegio para
enfrentarse a esa situación extraña.
Así que pongan a pensar a sus
cerebritos, tratando de imaginar la cosa más loca que pueda ocurrir en un
colegio. Sabemos que algo bueno se les ocurrirá. Y si aún tienen dudas, o se
están rascando la cabeza pensando que es muy difícil, aquí les dejamos un
ejemplo, para que las ideas comiencen a salir.
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LO QUE EL HIELO NOS DEJÓ
Eran las 9 de la mañana y faltaba
media hora para el recreo. Hacía calor. Pero, decir que hacía calor era decir
poco. En realidad, el sol estaba tan caliente que el agua hervía dentro de los
termos que cada uno de los niños llevaba en sus bolsos. Los lápices, los
cuadernos, incluso los pupitres y el pizarrón, parecían derretirse ante
nuestros ojos. Mi garganta estaba tan seca, que no dejaba de pensar ni un solo
segundo en la limonada que me tomaría apenas sonara el timbre, si es que el
timbre no se rostizaba primero. Le pedí permiso a la profesora para abrir la
ventana, y al hacerlo, después de creer que no había más que calor, una brisa
fría, friísima, nos acarició el rostro, como cuando abres el congelador para
sacar un helado. Dentro del salón, todos nos contentamos y agradecimos, aunque
no podíamos explicarnos de dónde venía esa rara brisa, que después de ese soplo
desapareció. Pero lo más raro pasó cinco minutos después. Por la ventana entró
una cosa blanca, diminuta, que parecía un trocito de papel rasgado, y que se
volvió agua apenas tocó el piso. Unos segundos después, millones de esos
papelitos comenzaron a caer del cielo, y algunos entraban por la ventana.
Ninguno de nosotros había visto jamás la nieve. Pero pronto nos dimos cuenta
que justamente de eso se trataba. Estaba nevando. En nuestro colegio estaba
nevando. Y en ningún otro lado del pueblo lo hacía.
Dos horas después, y en medio del
recreo más largo de mi vida, todo el colegio estaba blanco, blaquísimo, como si
hubiesen aterrizado encima un montón de nubes. Los niños habían soltado las
tablas de los pupitres para hacer trineos y esquís, y por cualquier esquina
podías ver las competencias, así como las guerras de bolas de nieve. Un chico
había hecho una divertida estatua con la cara del director. Y yo estaba
acostado en el piso, junto a la chica que me gusta, haciendo angelitos,
aleteando feliz brazos y piernas, cuando me di cuenta que la nieve no iba a
parar, y que los niños tendríamos que hacer algo antes de que el colegio
quedara completamente tapado. Mis mejores amigos y yo nos reunimos para pensar
cómo salvaríamos al colegio, y no tardamos en darnos cuenta que la solución era
sacar la nieve a las calles del pueblo. Uno de los chicos más grande, que tenía
una voz fuerte, gritó por encima de todos los ruidos y les avisó a cada niño de
lo que tendrían que hacer. En un santiamén, niños y niñas, grandes y pequeños,
comenzaron a tomar puñados de nieves en sus manos y en sus morrales y los
sacaron del colegio, hacia las diferentes calles del pueblo. Nuestra idea era
que cuando la nieve tocara las calles del pueblo se derritiera con su calor;
pero nuestra sorpresa fue que no lo hizo. Y una fina capa de nieve se quedó
pegada durante 5 días en todos los rincones del pueblo. Y así fue que vivimos
los cinco días más fabulosos de nuestra infancia, disfrutando de las fiestas y
de los juegos, que aquel hielo suave nos dejó.
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